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ELENA*

“y luego, como si le hubieran soltado
los resortes de su pena, 
se dio vuelta sobre sí misma
una y otra vez, una y otra vez”
(Juan Rulfo)

  –porque ‘no’ y ¡listo! –dijo Elena. 
  
  Fue un ‘no’ rotundo y enfático, preciso y determinante; un ‘no’ tan amargo que las palabras que vinieran después estarían de más; sin embargo, el golpe seco del revés de la mano de Mario dejó en claro que ese ‘listo’ no había dado por terminada la conversación.
  Ella se frotó el lado de la cara donde el ardor aún se mantenía firme y detuvo las lágrimas antes de que se hicieran evidentes. no voy a llorar, se dijo a sí misma.
  Mario la miraba con la impunidad de los que saben que jamás recibirán respuesta. ‘a los perros los acostumbrás a los golpes –le había dicho su padre alguna vez–, se conforman con los huesos’, y él creció viendo a su madre acostumbrarse.
  
  –¿ve lo que me hace hacer? –le dijo Mario con tono amenazante. 

  Elena no respondió; no dijo nada; no hizo gesto alguno; sólo se frotaba la mejilla. En sus ojos, el vacío le disputaba el lugar a la resignación.
  
  –bueno, ahora vaya a bañarse; póngase linda que hoy debuta en El Paraíso, ¿entendió?
  
  Elena, inmóvil. el paraíso, pensó.
  
  –venga, venga, venga –la detuvo él–, no se vaya así tan de golpe. Venga, deme un beso –Elena obedeció– así está mejor... y sonría.
  
  Rumbo a la ducha, en su cabeza, aparecían un sinfín de recuerdos que revoloteaban sin cesar. [las tardes en la plaza tomados de las manos; las mañanas de mate; las flores secas entre las hojas de los libros; las cartas con corazones y ‘te quieros’, y... y... y ahora esto: golpes, amenazas y ‘El Paraíso’]
  ‘no es bueno estar sola’, le decía su madre, y Elena se lo repetía constantemente, seguido de la promesa de que ‘algún día...’ y ahí quedaba todo. algún día... ¿qué?, se preguntaba con frecuencia y nunca había podido responder.
  El agua tibia calmaba su espíritu y el ardor. Revisó en el espejo su cansancio y sus años. El paso del tiempo había sido considerado, pero la suerte se había olvidado de ella, y ella se había olvidado de vivir.
  Dos golpes en la puerta.

   –¡ya va! –contestó.
  
  Del otro lado un ‘dele que se hace tarde’ la había devuelto al mundo real, ‘al paraíso’ y a su después [‘algún día’].
  Estaba nerviosa: iba a debutar.

  –¡dele, carajo! –le gritó Mario.
  
  Elena abrió la puerta con la desnudez de su alma a la vista.
  Mario la observó detenidamente.
  
  –todavía se conserva –le dijo–. Cuando los muchachos sepan de usted, vamos a ganar guita rápido. Más de uno la espera ansioso.
  
  Elena no dijo nada.
  
  –quédese tranquila que no va a ser por mucho tiempo –trató de consolarla–. Cuando pase la malaria, vuelve a su vida normal... aunque si usted quiere seguir, yo no voy a ser quien la detenga. ¡Cuántos en el barrio le tienen ganas!
  
  Elena se alejó de él y fue a vestirse. Sobre la cama, Mario había dejado la ropa del debut: vestido de seda natural entallado y escotado, con la espalda descubierta y dos tiras que se anudaban al cuello; medias de red negras, con un entramado grueso y vulgar y botas taco aguja.
  Tomó la ropa estrujándola y, repitiéndose una y otra vez ‘no llorés, Elena’, empezó a vestirse frente al espejo.
  Pintó sus pestañas y sus párpados, y estaba terminando de peinarse cuando levantó la vista y vio el brillo en los ojos de Mario.   Instintivamente, llevó sus manos hasta el pecho y se cubrió el escote.
  
  –usted no se tiene que esconder de mí –le dijo él–; si se porta bien conmigo nunca va a tener problemas.
  
  Elena empezó a temblar. 
  Mario la tomó de la mano mientras se sentaba en la cama. Ella permanecía de pie frente a él que, de un momento a otro, se encontraba acariciándole las piernas, debajo del vestido, y luego las caderas.
  Elena sentía que se le erizaba la piel y la repugnancia se apoderó de ella. Ahora, las manos de Mario rozaban sus pechos.
   
  –usted sabe que siempre le tuve ganas ¿no? –Elena callaba–. Sí, lo sabe bien –le dijo lascivamente.
  
  De golpe, él se puso de pie y, agarrándola por el cuello, la hizo arrodillar al mismo tiempo en que se desabrochaba el pantalón. Ella no se inmutó y pudo contener las lágrimas; de todos modos, después vendría el debut.
  Mientras veía la ferocidad de Mario erigirse frente a sus ojos, Elena repasaba en su mente las imágenes de una vida que, a esa altura, le parecía ajena. [cenas románticas, velas aromáticas, pétalos de flores desparramados sobre el colchón, promesas sin cumplir, viajes imaginarios, ‘te amos’ de compromiso, besos con hiel, sal en los cuerpos, sexo lubricándole el alma, su madre repitiendo ‘no es bueno estar sola’, útero ocupado, tobillos hinchados, contracciones, respirar, exhalar, respirar... una voz preguntando cómo lo llamarían, una voz sentenciando ‘igual que su padre’, gritos... luz]. Mario disparó y gimió de placer; Elena soportó la presión de dos manos sujetándola por la nuca. Elena siempre soportaba.
  
  –le va ir bien... cuando se enteren los muchachos –repetía relamiéndose, mientras ajustaba su cinturón–. Ahora, apúrese: no llegue tarde el día del debut.
  
  Elena se paró parsimoniosamente y fue directo al baño. En el camino, acarició las fotos familiares colgadas en la pared, donde tres sonrisas daban por saldo una familia, y su mirada se entristeció.
Mario la aguardaba en el Dodge 1500 amarillo, fumando impaciente. Ella subió sin emitir palabra. El viaje fue silencioso y eterno. Llegaron a destino a la hora acordada. Un cartel desteñido indicaba la entrada al local, y una escalera descendente llevaba directo hacia su salón principal. Él bajó del vehículo y cruzó unas palabras con un hombre robusto. Regresó con aire triunfal, abrió la puerta y le señaló con la cabeza a Elena el camino que debía recorrer. Ella le besó la frente y fue directo a las escaleras. Mario subió al auto, arrancó y se alejó a toda prisa.
  Esa noche, Elena se dejó hacer, besar, tocar, llevar, golpear. no es bueno estar sola, había dicho su madre. Esa noche, Elena se dejó.
  La madrugada la encontró cansada, sucia y enmudecida. Todos los gritos que arrastraba consigo habían sido expulsados esa noche, la noche del debut, como un torrente incontenible. Caminaba como animal herido por las oscuras calles de la ciudad. El olor de los jazmines repelía su existencia; las sombras se abrían a su paso, alejándose. Percibía al viento perforándola con su dedo acusador.
  No sentía miedo. Caminaba sin saber a ciencia cierta el rumbo que seguían sus pasos. No temió siquiera cuando en la esquina de su casa tres hombres aguardaban nerviosos, como quienes regresan a la escena del crimen. Los atravesó sin mirar, sin oír, sin ser. Llegó al portón verde de su vecina y levantó la vista. Un cordón policial y algún que otro curioso anunciaban un muerto más. Roberta, la mujer del almacenero, la examinó detalladamente y dijo algo al pasar, murmurando: –¡Mirala a la viudita: de yiro mientras matan a su hijo...!
  
  Elena entró a su casa y respiró, ahora sí, la completa soledad.


*del libro al mundo no le importa si vos llorás 
(cantamañanas, 2014)


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